Incluso en los años en que yo era creyente
–marxista quiero decir, creyente religioso dejé de serlo mucho antes-, me
enfrentaba a la Semana Santa con satisfacción. Tenía asumida la sentencia de Marx
de que la religión es el opio del pueblo, pero quita, quita, si por unos días de fiesta había que vender el alma al diablo, a mí siempre me encontraban dispuesto. Hasta he
llegado a ser espectador de algunas procesiones, aunque si alguien me lo echa
en cara algún día lo negaré con rotundidad. Diré en mi descargo que tan farisea actitud es probable que fuese una consecuencia más del alucinógeno que Don Carlos atribuía a la religión.
La Iglesia concita muchísima animadversión
entre los que no somos parroquianos, y no nos falta razón, pero no esperen que
dedique estas líneas a largarle un pelotazo más. Yo la observo con la misma
distancia con que miro a tantas asociaciones e instituciones que pululan por nuestro
entorno, aunque ninguna de ellas alcance la cargante solemnidad que despliega
un simple cura en su misa.
Pero me voy a atrever a decir dos cosas a
favor de la Iglesia. Una, la formidable tarea que realiza la gente de Cáritas.
Dos, la positiva capacidad que ha desarrollado siempre la autoridad papal para
mantener unida a toda la legión de sus fieles. Cosa que se advierte cuando se
pone frente al espejo de las graves consecuencias de la disgregación musulmana, carente de una
institución similar.
Puede ser que usted discrepe de esta reflexión, pero no me achaque a mí su autoría. Porque no es que lo diga yo, es lo que expone
Amin Maalouf en “El desajuste del mundo”, una obra francamente interesante que
me obsequió Carlos Ruiz y que es una aproximación a las diferencias actuales
entre el mundo árabe y el occidental.
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