Se nos acabó The Wire, la
excepcional serie de David Simon que destripa los bajos fondos, el narcotráfico
y la corrupción en Baltimore. Hemos pasado el duelo por la orfandad en que nos
han dejado los irrepetibles detectives McNulty, Kima, Bunk, Lester Freamon y el
Teniente Cedric Daniels.
Pero ¡ay!, las lealtades
televisivas de los humanos son efímeras –sobre todo las mías- y tras entonar
aquello de a rey muerto, rey puesto, nos
aprestamos a olvidar The Wire y sentarnos ante “Boss” para disfrutar con las
terribles andanzas de Tom Kane, el Alcalde de Chicago.
El protagonista de “Boss” es Kelsey
Grammer, en un registro radicalmente diferente al que protagonizó en la serie
“Frasier” -donde daba vida al doctor del mismo nombre-, y que es una constatación
de su talento interpretativo. Tom Kane es un político tan hábil como déspota, y
ni siquiera una grave enfermedad neurológica mermará su formidable capacidad
para mantenerse en el poder en las condiciones más adversas. La serie cuenta
también con una sintonía de entrada perfecta: la canción de Robert Plant “Satan, your Kingdom must come down”.
Pero más allá de la buena
factura de la serie y del entretenimiento que produce, es llamativa la naturalidad
con que muestra la corrupción en U.S.A, que se extiende en todos los planos
políticos, algo en lo que coincide también con The Wire e incluso con Los
Soprano. No sé cuánto de realidad tienen estas historias, pero me quedo con algo
positivo: la capacidad de la industria americana del cine de denunciar sus
propias cloacas.
Y en España, ¿por qué desaprovechan
las productoras este filón? Porque material hay de sobra. Vean este dato: en el
ranking de la corrupción mundial del año 2010, EE.UU. figuraba en el puesto 22;
España, en el 30. Hay tarea.
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