lunes, 2 de abril de 2012

Semana Santa opiácea


Incluso en los años en que yo era creyente –marxista quiero decir, creyente religioso dejé de serlo mucho antes-, me enfrentaba a la Semana Santa con satisfacción. Tenía asumida la sentencia de Marx de que la religión es el opio del pueblo, pero quita, quita, si por unos días de fiesta había que vender el alma al diablo, a mí siempre me encontraban dispuesto. Hasta he llegado a ser espectador de algunas procesiones, aunque si alguien me lo echa en cara algún día lo negaré con rotundidad. Diré en mi descargo que tan farisea actitud es probable que fuese una consecuencia más del alucinógeno que Don Carlos atribuía a la religión.

La Iglesia concita muchísima animadversión entre los que no somos parroquianos, y no nos falta razón, pero no esperen que dedique estas líneas a largarle un pelotazo más. Yo la observo con la misma distancia con que miro a tantas asociaciones e instituciones que pululan por nuestro entorno, aunque ninguna de ellas alcance la cargante solemnidad que despliega un simple cura en su misa.

Pero me voy a atrever a decir dos cosas a favor de la Iglesia. Una, la formidable tarea que realiza la gente de Cáritas. Dos, la positiva capacidad que ha desarrollado siempre la autoridad papal para mantener unida a toda la legión de sus fieles. Cosa que se advierte cuando se pone frente al espejo de las graves consecuencias de la disgregación musulmana, carente de una institución similar. 

Puede ser que usted discrepe de esta reflexión, pero no me achaque a mí su autoría. Porque no es que lo diga yo, es lo que expone Amin Maalouf en “El desajuste del mundo”, una obra francamente interesante que me obsequió Carlos Ruiz y que es una aproximación a las diferencias actuales entre el mundo árabe y el occidental.


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