Para Bittor Aldabe, de Yabar.
Si la patria de cada cual es su niñez, Bittor,
la tuya será Yabar y la mía Ochagavía. Entre sus dos pequeños ríos, el Anduña y
el Zatoya, y sobre sus calles empedradas fui naciendo. A la vida y a lo nuevo.
Ochagavía, no lo había dicho aún, es un encantador pueblo de la montaña navarra.
Pequeño, pero suficiente para albergar todas las fantasías que la fertilidad de
un chaval es capaz de fabricar.
La inocencia de la niñez nos ocultaba que
eran tiempos de necesidad. Y de rigidez. Dos condimentos inadecuados para hacer
digerible la felicidad. Pero lo éramos –felices- pese a todo. Pese a la
religión, encarnada por un párroco que extendía un manto de miedo y culpa por
todas las esquinas del pueblo. Y pese a unos inviernos durísimos, que nos llenaban
de sabañones y nos enseñaban que el hogar sería el refugio donde siempre
estaríamos a salvo. Inviernos blancos, en los que el río se helaba y el pueblo
quedaba desierto de su fauna habitual de personas y animales.
En las cocinas de las casas –la única
estancia habitable- los pucheros hervían repletos de berza y patatas, empañando
los cristales y esparciendo su olor penetrante hasta la calle. De vez en
cuando, los chavales éramos requeridos para subir unas brazadas de leña del
establo, y se nos retribuía con una tajada de pan cubierta con tocino frito. Al
anochecer, un frío polar recorría las calles, y los únicos signos de vida eran
las farolas, cuya luz mortecina servía para alumbrar poco más que un pequeño
círculo a su alrededor, y el humo que escapaba de todas las chimeneas. Desde
entonces, el simple olor de leña quemada constituye un alfilerazo a mi
desmemoria.
¿Continuará?
ResponderEliminarSí. Son tres entregas.
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