Pamplona pertenecía a otro universo, por más
que un autobús -la Salacenca- cubriese el trayecto a diario. Ninguno de mis
sueños llegaba hasta allí. Era el extranjero, la ciudad ajena a donde cada
curso se desplazaban docenas de seminaristas a estudiar lo que yo pensaba que
era algo sublime y luego me enteré que no era más que formación profesional.
Ochagavía disponía de todo lo que un niño
puede demandar. Menos futuro. Así que me vi trasladado a San Sebastián a
construirlo. Pero regresaba al pueblo al comienzo de cada verano. Y lo hacía
nervioso, con una ansiedad amasada durante todo el invierno. Ochagavía era la
vuelta a la libertad.
Las primeras noches dormía con sobresaltos,
hasta acostumbrarme de nuevo al ruido constante del río y al esporádico de las
campanas de la iglesia, que señalaban los cuartos y las horas. Pero me
despertaba alegre. Allí, de nuevo era dueño de mi tiempo. Un día daba para
todo, para jugar en el frontón, para bañarse, para ir en bici a Ezcaroz o a
Izalzu, para pescar chipas, madrillas o truchas… También para encender los
primeros pitillos y para fijarse en las chicas que, como yo, iban a pasar el
verano, y que las denominábamos “las veraneantas”. Al anochecer, nos juntábamos
chicos y chicas para reírnos y hacer planes. Ya queríamos jugar a ser adultos.
Mis padres permanecían en San Sebastián, y
la tía con la que convivía en Ochagavía era una mujer moderna –incluso hoy lo
sería-, lo que le dotaba de un cierto exotismo. Ahora, viéndola en la
distancia, diría que era una mujer librepensadora, que toreaba con la necesidad
y practicaba una religión prêt à porter.
Si el párroco era un remedo rural y tosco de Pío XII, mi tía era comparable a
Juan XXIII. Murió hace muchos años, cuando yo era ya adulto. Se sorprendería si
supiera que todavía le sigo estando agradecido.
¡Cuánto tiempo de todo ello y qué recuerdos tan tiernos! De la niñez y de este escrito tan entrañable.
ResponderEliminar¡Ánimo Javier! Sigue desempolvando la historia y destripando la actualidad.