4 Febrero 2007
Dicen que lo solía contar Unamuno. A un cortesano francés que se jactaba de que los orígenes de su familia databan de varios siglos atrás, un vasco le espetó: los vascos no datamos. Es una sentencia que se ha utilizado con profusión y con indisimulado orgullo. El orgullo de los orígenes. Cuanto más lejanos, mayor. Vaya por delante que nunca he entendido esa íntima complacencia. Nacer, es una circunstancia que se realiza ajena a la voluntad del interesado. Fue el azar –aunque sería mejor decir la fortuna- y no nuestro deseo quien nos colocó aquí.
Y mejor no preguntarse cómo nos engendraron. Si fue por voluntad o por descuido. Si fue a conciencia o por un coito desganado tras una siesta de verano. Y mejor todavía no remontarse y hacer las mismas preguntas con nuestros antepasados, no vaya a ser que acabemos descubriendo que hemos evolucionado de un cruce perdido de chimpancé y orangután.
Todos somos muy parecidos y muy distintos. Aseguran, por ejemplo, que nuestro código genético es casi igual al de un pollo, de Oiquina o de caserío. Lástima para nosotros los atletas. Si al menos fuera como el de un avestruz es fácil que tuviéramos unas marcas de relumbrón. Y mira, de eso sí cabría jactarse.
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