Son las siete y media de la mañana del
domingo. Salgo del apartamento directamente a la Plaza del Mercado de
Versalles. Es temprano pero los tenderetes de la feria dominical están ya
montados, y algunos en plena actividad atendiendo a sus madrugadores clientes.
En el aire flota una mezcla de aromas: de verduras, de especias, de pucheros
hirviendo en los cercanos restaurantes, de las variedades de quesos que exhiben
los productores... Es domingo, sí, pero en Versalles se suele comer también los
días de fiesta.
El lago. Al fondo, el Palacio de Versalles |
Comienzo a trotar y por la Rue de la Paroisse
me dirijo hacia el Palacio, tomo el Boulevard de la Reine y entro en el parque.
La mañana está fresca y soleada, y cuando me acerco al lago para rodearlo, la
bruma suspendida sobre el agua le da un cierto aire fantasmal. El lago está
bajo los jardines y el propio Palacio, tiene forma de cruz y un contorno de
unos seis kilómetros, todo cubierto de un cuidado arbolado.
Me cruzo con algún otro fondista y también
con algunos ciclistas y paseantes, pero somos pocos los que a esas horas nos
permitimos el lujo de hollar semejante escenario. Al rodear la parte más
alejada del canal, el Palacio –mandado construir por Luis XIV- se vislumbra a
los lejos, al final de la lengua de agua, custodiado por los jardines
laterales. El silencio solo se ve alterado por el rumor de una suave brisa y
por el golpeteo monótono de las zapatillas en la tierra.
Termino de rodear el lago y emprendo la
vuelta. La plaza del Mercado está ya atestada. Los tenderos vocean sus
productos y la gente se mueve nerviosa entre los puestos. No han sido más que
diez kilómetros los que he corrido. Un poco de sudor, otro poco de soledad, algún
pensamiento tamizado por el cansancio y esa sensación de que un día recordaré
con nostalgia esta mañana en el parque del Palacio de Versalles.
Te ha quedado precioso, muy poético. Enhorabuena
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