Vivo en un país
con una notable capacidad de iniciativa. Para crear y para oponerse. Como el
capitalismo, que lleva en sus genes su propio sepulturero –bueno, eso decía
Marx-, cada proyecto que nace lleva adherido desde la cuna su oponente. Vean si
no, lo que pasa con la
Incineradora , el Superpuerto de Pasajes, la Estación de Autobuses, el
Tren de Alta Velocidad o la
Pasarela del Monpás -un trazado para hacer transitable la
costa al final de la playa de Gros-. Esa aversión tan enraizada a todo lo que
huele a nuevo.
Cuando se
construyó la Autovía
a Pamplona (A-15), la izquierda abertzale se opuso radicalmente, faltaba más.
Uno de los argumentos para oponerse era que la autovía iba a ser utilizada para
facilitar la entrada de la tropas de la
OTAN en Euskalherria. Razonamiento que movería a la risa si
ETA, con tan peregrino argumentario, no hubiera asesinado a cuatro personas
relacionadas con las obras.
Lo singular es
que la eterna oposición gobierna ahora la Diputación de Gipuzkoa y el Ayuntamiento de San
Sebastián.
Y están probando
la diferencia –y las bondades, sobre todo las bondades- de lo que significa una
oposición democrática: les echan para atrás sus propuestas, les rechazan sus
escasísimos proyectos y hasta le plantean al Diputado de Medio Ambiente de
Bildu una moción de censura que le obliga a dejar el cargo. Pero el cargo, no la vida.
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