De vez en cuando nos anuncian nuevos
hallazgos científicos que prometen alargar la vida del ser humano. El viejo
sueño de la inmortalidad, que no cesa. El otro día fuimos a ver “Sombras
tenebrosas”, la última película de Tim Burton protagonizada por Johnny Depp y
Michelle Pfeifer, entre otros. Un film prescindible que se entretiene con el
manido tema de los vampiros. Y la inmortalidad como fondo, claro.
En el supuesto de que un día se descubra el
gen, la hormona o la proteína milagrosa que nos convierta en inmortales, a mí
me asalta una terrible duda: ¿cuándo tendrá efecto el fármaco? Porque miren, si
me prometen hacerme inmortal a los 102 años, pues que no, que paso. No me haría
ninguna ilusión andar toda la eternidad como un boxeador sonado, agarrado a un andador
y con la próstata como un melón de Villaconejos, lo juro. Y encima, soportar eternamente
a ese vecino maleducado, aguantar estoicamente miles de campañas electorales y
quizás, hasta padecer el paseo de la tabarra, digo de la gabarra por el
Nervión gracias a alguna hazaña del Atlhetic.
No sé. Si me lo hubieran ofrecido con 30 ó
40 años me lo habría pensado, pero hay una edad en que estos inventos deberían
estar prohibidos, aunque la sanidad pública se hiciera cargo del coste del
fármaco. Pero qué digo, ¡¡mentar a la sanidad pública con la que está cayendo!! Ya
ven, con poco más de sesenta años y las escasas neuronas mostrando ya signos de
fatiga. No quiero imaginarme con unos cientos de años más.
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