Veo ancianos
venerables y bondadosos. Hombres y mujeres que han utilizado los años para
limarse lo peor de sí mismos y para ofrecer una imagen placentera y cordial.
Tienen mérito, sí, porque lejos de ser un paseo hacia el karma envejecer es una
humillación, en palabras de Borges. Veo a Arturo González, un periodista
irascible a quien le escuché la cita anterior, recuerdo a Fernando Fernán Gómez
hecho un cascarrabias y pienso en lo fácil que es parecerse a ellos. No en su
bagaje intelectual, que ojalá, sino en su indisimulada irritación.
Ese recorrido en que
uno va dejando de ser uno, ese camino hacia la degradación. Como cuando se entra
en un aeropuerto o se ingresa en el hospital -quítese los pantalones, suba a la
camilla y póngase mirando a Getafe, tosa…-. ¿Y encima resignación?
Es una cuesta abajo
resbaladiza y sin retorno. Sabemos además lo que nos espera al final, pero con
qué ímpetu nos aferramos a la barandilla para no caer demasiado rápido. No, no,
si todo eso hasta lo entiendo, pero eso de poner buena cara…
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