Empecé a hacer
footing, a correr, cuando ella me abandonó. Esa fué la razón. Buscaba la fatiga
para hacer soportables las noches, porque el recuerdo de su cuerpo me sacaba
del sueño y ponía en mis ojos imágenes ya imposibles. A fuerza de amanecer con
dolor, me enfrentaba a las noches temeroso.
Haz deporte, corre,
me dijeron y les hice caso. Fué duro al principio, porque me era ajeno, pero
enseguida recibí el pago que yo exigía: cansancio. Al cabo de algunas noches,
el dolor por la ausencia de ternura se atenuó para ir dejando paso a molestias
más apremiantes: dolían los gemelos, dolían las corvas, dolía la periostitis.
Pero muchas veces caía en un sueño profundo y me observaba distinto al
despertar.
Corría, pues, por
parajes despoblados, donde pasaban inadvertidas las lágrimas que acudían a hidratar
mi desconsuelo. La hierba que crecía aquella primavera por el camino que más
transitaba, conoció a través de aquellas gotas el sabor secreto y salino de la
más desoladora de las nostalgias.
Con el tiempo, el
correr me permitió abandonarme en la añoranza de la mujer que me dejó, y
también conversar con ella como si nunca se hubiera ido. Comencé a esperar con
ansiedad a que llegara el momento de calzarme las zapatillas y adentrarme en mi
diaria aventura y fuí perdiendo interés por las cosas que ocurrían fuera de mi
laberinto.
No lo entendieron.
Me llevaron de consulta en consulta interesados en mi desinterés. Nada objeté,
salvo que me dejaran correr a mi voluntad. Les debió parecer bien, porque el
centro en el que me han ingresado dispone de un bosquecillo que puedo
recorrerlo de mil maneras distintas.
Y ahora discúlpenme,
pero ya he terminado el folio que me habían solicitado. La verdad es que no me
importaría proseguir, pero es que tengo la hora de ir a correr y eso para mí es
sagrado.
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