viernes, 9 de marzo de 2012

Confesiones



Empecé a hacer footing, a correr, cuando ella me abandonó. Esa fué la razón. Buscaba la fatiga para hacer soportables las noches, porque el recuerdo de su cuerpo me sacaba del sueño y ponía en mis ojos imágenes ya imposibles. A fuerza de amanecer con dolor, me enfrentaba a las noches temeroso.

Haz deporte, corre, me dijeron y les hice caso. Fué duro al principio, porque me era ajeno, pero enseguida recibí el pago que yo exigía: cansancio. Al cabo de algunas noches, el dolor por la ausencia de ternura se atenuó para ir dejando paso a molestias más apremiantes: dolían los gemelos, dolían las corvas, dolía la periostitis. Pero muchas veces caía en un sueño profundo y me observaba distinto al despertar.

Corría, pues, por parajes despoblados, donde pasaban inadvertidas las lágrimas que acudían a hidratar mi desconsuelo. La hierba que crecía aquella primavera por el camino que más transitaba, conoció a través de aquellas gotas el sabor secreto y salino de la más desoladora de las nostalgias.

Con el tiempo, el correr me permitió abandonarme en la añoranza de la mujer que me dejó, y también conversar con ella como si nunca se hubiera ido. Comencé a esperar con ansiedad a que llegara el momento de calzarme las zapatillas y adentrarme en mi diaria aventura y fuí perdiendo interés por las cosas que ocurrían fuera de mi laberinto.

No lo entendieron. Me llevaron de consulta en consulta interesados en mi desinterés. Nada objeté, salvo que me dejaran correr a mi voluntad. Les debió parecer bien, porque el centro en el que me han ingresado dispone de un bosquecillo que puedo recorrerlo de mil maneras distintas.


Y ahora discúlpenme, pero ya he terminado el folio que me habían solicitado. La verdad es que no me importaría proseguir, pero es que tengo la hora de ir a correr y eso para mí es sagrado.





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