Dos palabras ucranianas. Dos tragedias. La primera, holodomor, significa literalmente hambruna y es el término que se utiliza para denominar la operación de exterminio puesta en marcha por Stalin en 1932-1933 y que acabó con la vida de entre cinco y siete millones de ucranianos (aún no ha podido fijarse con exactitud el número de víctimas). La mayoría pereció por hambre, el resto en ejecuciones y deportaciones a Siberia. Hasta dónde subió la marea que las autoridades locales se vieron obligadas a imprimir carteles con este texto: "Comer niños muertos es salvajismo". Así, la colectivización forzosa impulsada por el lider soviético se convirtió en la mayor tragedia en la historia de Ucrania.

Existe controversia sobre el número de víctimas. Según un estudio de Green Peace se estima en alrededor de 270.000 los casos de cáncer atribuibles a la radiación de Chernóbil. El ministro de Sanidad ucraniano afirmó en 2006 que más de 2.400.000 ucranianos, incluyendo 428.000 niños, sufren problemas de salud causados por la catástrofe.
La zona de exclusión de Chernobyl se ha convertido en un microcosmos donde habita una extraña fauna, también humana. Quien tenga curiosidad por saber cómo transcurre allí la vida, y sea aficionado a la novela negra, matará dos pájaros de un tiro leyendo “Tiempo de lobos”, un espléndido relato de Martín Cruz Smith.
Sobre el Holodomor, he de confesar que la primera vez que lei algo fue en la obra “El imperio”, de Ryszard Kapuscinski. Un reportaje –auténtica obra de culto- que se pasea por lo que fue el paraíso soviético y que produce los mismos efectos que una conocida marca de bebidas energéticas: te da alas… para salir volando de semejante pesadilla.
Chernobil y toda la zona sufren graves problemas de contaminación radiactiva y graves problemas de salud que hemos conocido bien de cerca.
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