miércoles, 22 de febrero de 2012

Ochagavía (I)


Para Bittor Aldabe, de Yabar.

Si la patria de cada cual es su niñez, Bittor, la tuya será Yabar y la mía Ochagavía. Entre sus dos pequeños ríos, el Anduña y el Zatoya, y sobre sus calles empedradas fui naciendo. A la vida y a lo nuevo. Ochagavía, no lo había dicho aún, es un encantador pueblo de la montaña navarra. Pequeño, pero suficiente para albergar todas las fantasías que la fertilidad de un chaval es capaz de fabricar.

La inocencia de la niñez nos ocultaba que eran tiempos de necesidad. Y de rigidez. Dos condimentos inadecuados para hacer digerible la felicidad. Pero lo éramos –felices- pese a todo. Pese a la religión, encarnada por un párroco que extendía un manto de miedo y culpa por todas las esquinas del pueblo. Y pese a unos inviernos durísimos, que nos llenaban de sabañones y nos enseñaban que el hogar sería el refugio donde siempre estaríamos a salvo. Inviernos blancos, en los que el río se helaba y el pueblo quedaba desierto de su fauna habitual de personas y animales.

En las cocinas de las casas –la única estancia habitable- los pucheros hervían repletos de berza y patatas, empañando los cristales y esparciendo su olor penetrante hasta la calle. De vez en cuando, los chavales éramos requeridos para subir unas brazadas de leña del establo, y se nos retribuía con una tajada de pan cubierta con tocino frito. Al anochecer, un frío polar recorría las calles, y los únicos signos de vida eran las farolas, cuya luz mortecina servía para alumbrar poco más que un pequeño círculo a su alrededor, y el humo que escapaba de todas las chimeneas. Desde entonces, el simple olor de leña quemada constituye un alfilerazo a mi desmemoria.

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