viernes, 10 de febrero de 2012

Un siete de mayo

15 Abril 2007
Es probable que la historia juzgue a los regímenes comunistas como un colosal –y sangriento- fraude a quien debía ser precisamente su principal beneficiaria, la clase obrera. De tal juicio, no se verán eximidos ni por la generosa entrega de muchos de sus militantes en la lucha contra el fascismo, en la Europa Occidental, ni por su contribución a las políticas de concertación que, por ejemplo, permitieron a nuestro país incorporarse a lo que se ha denominado como Estado del Bienestar.

Es el caso de quien hablo: un hombre que fue miembro del Partido Comunista y participó en la fundación de las Comisiones Obreras de Guipúzcoa cuando corrían los años duros de la dictadura.

Me llamaba la atención su carácter desinhibido, su gusto por la discusión política con cualquiera, sus carcajadas espontáneas y ruidosas. Un hombre que tuvo que luchar en la clandestinidad, pero que nunca quiso ejercerla. Solía decir, y no cuesta nada creerle, que nunca vivió en un país libre.

Pero digo mal si atribuyo su actitud a su carácter. Sería más exacto decir que su afán de hablar, de escribir, de ejercer la libertad en suma, fue producto de su exigencia moral, de un requerimiento superior al silencio que impone el miedo. Frente al silencio, la palabra; frente al miedo, la arrogancia del hombre libre.

No tuvo miedo ni al franquismo ni a ETA. Ellos a él, sí. Aquellos le detuvieron, le torturaron durante cinco días y le encarcelaron cinco años. El siete de mayo del dos mil, cuando regresaba a casa tras comprar los periódicos, un etarra le pegó cuatro tiros por la espalda. Estas líneas son en su memoria, en recuerdo de José Luis López de Lacalle. Un hombre noble, un hombre libre. Asesinado por serlo.

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